Ollantay Itzamná
Mientras los bicentenarios estados de
Latinoamérica se fortalecen, y como región se constituyen en
interlocutores propositivos en un mundo sacudido por crisis sistémicas,
Honduras se disuelve como Estado y como sociedad, producto de la atrofia
mental y moral de sus élites.
Sería una insensatez sostener que la
acelerada licuefacción de las instituciones estatales y la violenta
desintegración social generalizada son fruto del golpe de Estado. Éste
acto criminal sólo aceleró las contradicciones terminales con las que
nació Honduras a la vida republicana. Por cerca de dos siglos, las
élites creyendo que gestaban y administraban un Estado real, prohijaron
un Estado ilusorio. Y, ahora, miran sin querer ver, de cómo se diluyen
las fachadas institucionales de una ilusión estatal que no pudo cuajar,
ni material, ni simbólicamente, en el territorio del país, como tampoco
en el imaginario colectivo de sus habitantes.
Las sociedades, por sus necesidades de
convivencia, tienden a organizarse jurídica y políticamente, en aras de
buscar el bienestar común de sus integrantes. Para ello acuerdan normas
de convivencia obligatorias y nominan autoridades que velen por el
cumplimiento de dichas normas. A eso se llama Estado. La violencia
generalizada, por el contrario, es la ausencia del Estado.
La Rectora
de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), Julieta
Castellanos, ante la incertidumbre existencial del país, afirmó que: “En
Honduras no existe Estado. Lo que existen son funcionarios sin Estado”.
Pero, la realidad es mucho más dura. Honduras se encuentra bajo las
hordas de funcionarios criminales organizados para asaltar, torturar,
matar y robar, ya no sólo a los resabios institucionales del Estado,
sino a la población en general. Es esto lo que hace la Policía Nacional.
Suficiente escuchar testimonios de sobrevivientes a los asaltos
policiales, como es el caso del sacerdote católico, Marco Aurelio Lorenzo,
o de las más de 20 personas acribilladas diariamente, pero sin ninguna
investigación sobre los culpables. De cada 100 casos de
asesinatos, 4 llegan al sistema judicial, pero de éstos casi ninguno se
investiga, ni se sanciona. De este modo, la impunidad es un premio
ejemplar que estimula a los criminales.
En Honduras sobrevivimos en una
situación en el que los resabios institucionales del aparente Estado
fallido se volvieron criminales con la misma sociedad. En estas
condiciones de incertidumbre la gente se arma y resuelve sus conflictos
interpersonales a bala y machete. Y así, transitamos de un Estado
fallido, hacia una sociedad fallida por desintegración. Cuando la
disyuntiva de “matar para sobrevivir o morir en el intento” se vuelve
permanente, estamos en una sociedad fallida.
Frente a esta situación, quienes
simulan gobernar Honduras, argumentan: “La violencia es generada por las
pandillas, el narcotráfico, la corrupción policial, etc.”. Y como
medidas solución sacan a militares a patrullar las calles y debaten la
depuración policial con especialistas colombianos e israelíes. Pero, el
crimen organizado, policial o no, es una industria de jugosas utilidades
para las élites cuyos ingresos mermaron con el fracaso estatal. Y así,
el crimen organizado no sólo utiliza lo que fue la inteligencia estatal
para delinquir, sino que descuartiza el territorio nacional en feudos
criminales, y destruye todo lo poco que se pudo construir en el país.
En estas condiciones límites, el
presente y el futuro de Honduras no pasan por la depuración de la
Policía Nacional, o por la reestructuración del aparato judicial
promotora de la impunidad. Todo esto son propuestas de parches en el
vacío.
Por instinto de sobrevivencia,
Honduras tiene que emprender un acelerado proceso de reconstitución
estatal y societal con la más amplia participación, en especial de las y
los excluidos, en el marco de un proceso constituyente. Y toda
Latinoamérica debe acompañar este urgente proceso de la refundación
hondureña. De lo contrario, la experiencia hondureña no sólo será un mal
ejemplo para la integración y la convivencia social intrarregional,
sino una derrota para la región en su intento de constituirse en un
referente propositivo en un sistema-mundo en crisis.
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