Atilio Borón 4 febrero, 2012
Este 4 de Febrero, se cumplen 50 años de vida de uno de los documentos políticos más importantes en la historia del movimiento revolucionario latinoamericano y caribeño: la Segunda Declaración de La Habana.
Sus palabras tuvieron -y aún tienen- un valor profético de alcance sólo comparable a las volcadas por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista. Pero no sólo profético: también como palabras que despertaron la conciencia de nuestros pueblos e inspiraron, en lo concreto e inmediato, el comienzo de grandes luchas por la justicia, la dignidad, la democracia; palabras que movilizaron masas y que, de una forma u otra, por los más diversos (y a veces impensables) caminos cambiaron la fisonomía de Nuestra América. Si hoy esta región no es la misma que hace medio siglo atrás; si aquí se ha derrotado al ALCA, si hay gobiernos y pueblos que resisten y luchan contra el imperialismo, si el centro de gravedad de la política latinoamericana se ha corrido hacia la izquierda todo eso se lo debemos, en una medida mucho mayor de lo que habitualmente se reconoce, a ese grito lanzado por Fidel desde La Habana, plantando una semilla que germinaría en mil flores. Un documento de enorme valor histórico y de también rigurosa actualidad que las nuevas generaciones de luchadores anti-imperialistas y anticapitalistas tienen que leer, estudiar y, lo más importante, llevarlo a la práctica.
A continuación, un breve estudio introductorio que escribiera hace ya unos años y en donde se examina el contexto en el cual surge este documento y sus tesis principales. Se agrega a todo ello el enlace para ver el texto completo de la Segunda Declaración de La Habana, en la versión taquigráfica original. Un documento, dicho sea al pasar, que la derecha y los imperialistas se desviven por enterrar y desaparecer porque saben muy bien que es un arma de la revolución y que todos nosotros debemos conservar y difundir : https://docs.google.com/document/d/1F4_ANjW8J0-0leCws5Zs51-sVp5pK_5Pk6myYDHN0dQ/editPrimera y Segunda Declaración de La Habana.
Introducción
El presente volumen compila dos documentos de
gran importancia: las “Declaraciones de la Habana”, producidas en septiembre de
1960 y febrero de 1962. En realidad, si bien la Primera Declaración es un texto
notable, el paso del tiempo ha consagrado, con justas razones, a la Segunda
Declaración de la Habana como un documento histórico de excepcional
trascendencia. Por eso debemos celebrar la decisión de volver a publicarlo,
facilitando que las jóvenes generaciones latinoamericanas puedan encontrar en su
lectura renovadas fuentes de inspiración para su imaginación y su praxis
política.
Las coordenadas históricas
Decíamos, pues, que se trata de un documento
histórico. Sin embargo, tal calificación sería apenas una media ver dad. La
Segunda Declaración de la Habana es mucho más que eso.
Diríamos que es un texto viviente, histórico y
actual a la vez; reflejo fidelísimo de una época, de una coyuntura
internacional, los comienzos de los años sesenta, pero al mismo tiempo
diagnóstico certero de los males que todavía hoy nos aquejan y de
nuestras asignaturas pendientes. La época en que aparece, 4 de Febrero de 1962,
no podía ser más significativa. Todo el intenso dramatismo de ese tiempo, en
donde América Latina se encontraba en una encrucijada, en un punto de viraje en
el cual sólo Cuba supo tomar la dirección correcta, se recrea en sus páginas,
brillantemente escritas, con una fuerza extraordinaria. Es un texto que surge
pasados tres años de la Revolución Cubana, cuando ya no quedaba un solo
analfabeto en la isla y cuando se habían plasmado las grandes medidas que
consolidarían la transformación revolucionaria de la economía cubana. Pero
también es un texto que aparece luego de dos grandes acontecimientos que
marcarían indeleblemente la historia de las relaciones de nuestra América con el
imperialismo: la Conferencia de Punta del Este, en donde la Administración
Kennedy lanzara la mal nacida y peor fallecida Alianza para el Progreso, y la
invasión mercenaria a Playa Girón, orquestada, financiada y promovida por
Washington y que fuera ejemplarmente rechazada y derrotada por el pueblo cubano
en heroicas jornadas de lucha.
En la Conferencia de Punta del Este se había
consumado, como artera moneda de pago ante la “generosidad” del imperio por el
obsequio de la Alianza, la expulsión de Cuba de la Organización de Estados
Americanos y, de hecho, su ostracismo regional. Pensaban que de esa manera iban
a doblegar a un pueblo que llevaba un siglo luchando por su liberación; su
ignorancia era tan supina y su cretinismo juridicista tan grande que creían que
bastaría una resolución final de tan ilustres conferencistas reunidos en Punta
del Este para poner de rodillas al pueblo y al gobierno cubanos, aterrorizados
ante las iras del imperio y sus correveidiles, obligándolos a desandar la marcha
de la revolución. En perfecta secuencia, los gobiernos “democráticos” del
continente procedieron, para su eterno deshonor, a romper relaciones
diplomáticas con Cuba. Afortunadamente, el impulso todavía vivo de la Revolución
Mexicana hizo que hubiera una excepción ante tanta infamia, y México se negó a
plegarse al edicto norteamericano. Es difícil transmitir hoy, cuando la OEA es
un cadáver maloliente a la espera de un alma caritativa que le ofrezca piadosa
sepultura, la indignación que causara en ese tiempo ver a esos personajes de
opereta apresurarse rastreramente a cumplir con las órdenes de la Roma
americana, como dijera José Martí, procurando cada uno de ellos obedecer de la
manera más genuflexa posible el mandato imperial. Indignación no exenta de su
lado cómico, pues no otra cosa podía ocurrir cuando uno veía que en el bando de
los demócratas y los amantes de la libertad prohijado por la Casa Blanca se
encontraban figuras tan excelsas como “Papa Doc” Duvallier, amo y señor de
Haití; Anastasio Somoza, el gendarme de quien Franklin Delano Roosevelt dijera
“es un hijo de puta pero, ¡señores!, es nuestro hijo de puta”; el general
Alfredo Strossner, heraldo de la democracia hemisférica y otros peleles de
semejante calaña cuyos nombres hace años ya fueron a parar al basurero de la
historia. En efecto, ¿quién podría recordar sólo uno de esos personajes que,
arrodillados, condenaron a Cuba? En cambio, ¿quién podría olvidar la estatura
olímpica del delegado que la isla enviara ante dicha asamblea, nada menos que
Ernesto “Che” Guevara, un personaje histórico-universal, como diría Hegel, y
cuyo discurso fue una verdadera pieza maestra de la literatura política
latinoamericana?
La Segunda Declaración expresa pues la
indignación cubana ante la traición de los gobiernos latinoamericanos que la
expulsaron de la comunidad hemisférica. El país agredido, invadido, bloqueado
fue puesto en el banquillo de los acusados, y el agresor logró que la víctima
fuera condenada, con la complicidad de los representantes de la libertad y la
democracia en la región. Pero no sólo hay indignación en ese texto. También hay
dolor, mucho dolor, al ver más allá de la capitulación de los dirigentes la
persistencia del drama humano y social en que se debatían –y todavía se debaten–
las sociedades latinoamericanas. Y también hay un certero diagnóstico sobre la
realidad de la época y un pronóstico sobre los difíciles tiempos que se
avecinaban. Más allá de los desacuerdos que hoy podrían suscitar tal o cual
frase, o de algunos errores de apreciación y de previsión, estamos ante un
documento excepcional, comparable en ciertos aspectos, por su precisión
analítica, carácter pedagógico y elocuencia discursiva, al Manifiesto Comunista.
Sus fuentes político-intelectuales son principalmente dos: una se hunde
profundamente en la historia cubana y latinoamericana y viene de muy lejos,
notablemente de José Martí pero también de Simón Bolívar; la otra fuente remite
al marxismo clásico, a la obra de Marx, Engels y Lenin.
Los ejes temáticos
Conviene repasar, a guisa de introducción,
algunos de los temas principales abordados en la Segunda Declaración. Comienza
reivindicando la exactitud del diagnóstico martiano, “que llamó al imperialismo
por su nombre” y la caracterización de la Roma americana, “ese Norte revuelto y
brutal que nos desprecia”. No hace falta ser demasiado perspicaz para comprender
la vigencia de tales afirmaciones. En primer lugar, por eso de llamar al
imperialismo por su nombre, en momentos en que proliferan interpretaciones
antojadizas que nos hablan de un “Imperio” virtual, sin centro ni periferia, sin
hegemonías nacionales en juego y, colmo de los colmos, sin relaciones
imperialistas de dominación[2]. Por otro lado, ante los denodados esfuerzos por
asimilamos a la cultura imperial dominante, presentada por los artífices de la
globalización neoliberal como la “única” congruente con la lógica competitiva de
los mercados, es oportuno recordar el racismo del centro imperial, manifestado
de mil y una maneras, algunas sutiles, otras burdas, pero todas igualmente
despreciativas de nuestra gente, nuestra cultura y de nuestros valores. A tal
punto ha llegado este proceso de colonización cultural que un teórico
conservador como Samuel P. Huntington le dijo a un encumbrado gobernante
latinoamericano a quien estaba entrevistando: “¡Pero Uds. quieren ser como
nosotros!”, y ante lo cual el sujeto en cuestión respondiera: “Sí. De eso se
trata. Queremos ser iguales a Uds.”. Precisamente, de eso se trata: de ser
nosotros y no de procurar, estúpidamente, de ser como ellos. Una de las
precondiciones para la liberación nacional en América Latina, para la soberanía
y para poner fin a toda forma de explotación y opresión es la ruptura del
vasallaje colonial existente en los más diversos órdenes de nuestra vida social.
Esta colonialidad ha tenido, como lo demuestra la brillante obra de Roberto
Fernández Retamar, consecuencias gravísimas para las sociedades
latinoamericanas. Remito al lector a dicho texto para una profunda elaboración
sobre esta temática[3].
El texto prosigue con una apretada síntesis en
torno al proceso del desarrollo capitalista y su expansión internacional,
preguntándose por los móviles subyacentes a tan extraordinaria difusión.
Obviamente, que no se trató de razones de índole moral, como tantas veces se
adujera, o mucho menos a la “misión civilizadora del hombre blanco” sino, tal
como lo expresa la Segunda Declaración, a “1a sed de oro” o al “afán de
ganancia”. Y el mismo principio está por detrás de las políticas del
imperialismo, en su fase actual, en la América Latina. Esta sección culmina con
un planteamiento en tomo al surgimiento de las nuevas ideas de la ilustración y
el liberalismo, el carácter revolucionario de las mismas por contraposición a la
estolidez del orden social feudal y la identificación, por parte de los autores
inscriptos en el nuevo universo discursivo, del carácter histórico y, por lo
tanto, pasajero del ancien règime. El remate de este proceso, cuando ya la
burguesía ha triunfado y establecido su dominio, es la creciente concentración
de los medios de producción y la riqueza en muy pocas manos, y la conformación
de cárteles, trusts y consorcios que, progresivamente, van sustituyendo la libre
competencia de las fases pretéritas del desarrollo capitalista por la primacía
de los monopolios.
A consecuencia de lo anterior, la extraordinaria
riqueza producida por el trabajo de millones de hombres genera un excedente de
capital que, para que no se diluya, requiere de su colocación en los más
apartados rincones del planeta. Así comienza un febril proceso de “reparto del
mundo”. Esto implica apoderarse de los mercados de los países más débiles y de
sus riquezas y recursos naturales. Pero la finitud del planeta es un obstáculo
para los afanes de los imperialistas, que más pronto que tarde dan comienzo a
pujas de todo tipo para redefinir, en mejores términos, las condiciones de su
participación en el despojo. A la luz de la Guerra de Irak se comprende la
ominosa actualidad de la Segunda Declaración de la Habana, puesto que la
aventura belicista de George W. Bush representa casi paradigmáticamente toda la
miseria y la crueldad de las políticas imperialistas. En todo caso, retomando el
hilo de nuestra argumentación, las largas series de guerras coloniales
culminaron en las dos guerras mundiales del siglo XX o, como prefiere Immanuel
Wallerstein, en una gran guerra que comenzara en 1914, acordara un armisticio
provisional que estalló por los aires en 1939, para finalizar en medio de una
matanza de más de 80 millones de muertos en 1945. La declaración señala que
llegado a estos límites el sistema inicia su decadencia. “Desde entonces hasta
nuestros días, la crisis y la descomposición del sistema imperialista se han
acentuado incesantemente”. Esta situación, unida a la irrupción de la Revolución
Rusa, la Revolución China y el despertar de los pueblo coloniales “marca la
crisis final del imperialismo”, se dice, equivocadamente a nuestro humilde saber
y entender. Se trató de una crisis, muy grave, es cierto. Pero no fue la crisis
final porque, lamentablemente, lo que la historia ha demostrado es que el
imperialismo no es una condición tan sencilla de erradicar.
A renglón seguido el texto se pregunta por las
razones del “odio yanqui a la Revolución Cubana”. La respuesta que allí se
proporciona es el miedo a la revolución, a la insurrección de los pueblos en
contra a sus opresores. Pero más allá de la polémica que pueda suscitar la
misma, esta consideración abre la puerta para una reflexión muy interesante –y
actual, sobre todo actual– acerca de las condiciones del proceso revolucionario.
Siguiendo la tradición marxista la Declaración distingue entre las condiciones
objetivas y las subjetivas, y se plantea de manera muy taxativa una tesis que
desmiente toda imputación de subjetivismo o voluntarismo, y que convendría
recordar. En sus propias palabras, “las condiciones subjetivas [...] es decir,
el factor conciencia, organización, dirección puede acelerar o retrasar la
revolución según su mayor o menor grado de desarrollo, pero tarde o temprano en
cada época histórica, cuando las condiciones objetivas maduran, la conciencia se
adquiere, la organización se logra, la dirección surge y la revolución se
produce”.
Seguramente que los redactores de la Declaración pensarían hoy dos veces antes de reescribir esa frase. ¿Por qué? Porque si hay algo que nos ha enseñado la historia reciente de América Latina es que el desfasaje entre la maduración de las condiciones objetivas y las subjetivas ha llegado a ser extremadamente pronunciado. La experiencia argentina de este último año y medio demuestra la impresionante maduración de las llamadas condiciones objetivas. Pero la agudización de las contradicciones sociales, la movilización popular, la emergencia de nuevas formas de organización y enfrentamiento no han tenido como resultado, lamentablemente, el surgimiento de una conciencia socialista que identifique con claridad la naturaleza estructural de los problemas que genera el capitalismo argentino ni, mucho menos, una dirección a la altura de los desafíos que impone la actual coyuntura.
Seguramente que los redactores de la Declaración pensarían hoy dos veces antes de reescribir esa frase. ¿Por qué? Porque si hay algo que nos ha enseñado la historia reciente de América Latina es que el desfasaje entre la maduración de las condiciones objetivas y las subjetivas ha llegado a ser extremadamente pronunciado. La experiencia argentina de este último año y medio demuestra la impresionante maduración de las llamadas condiciones objetivas. Pero la agudización de las contradicciones sociales, la movilización popular, la emergencia de nuevas formas de organización y enfrentamiento no han tenido como resultado, lamentablemente, el surgimiento de una conciencia socialista que identifique con claridad la naturaleza estructural de los problemas que genera el capitalismo argentino ni, mucho menos, una dirección a la altura de los desafíos que impone la actual coyuntura.
La rígida articulación que el documento propone
al vincular de ese modo las condiciones objetivas y las subjetivas explica,
asimismo, el excesivo optimismo que se trasunta en algunos pasajes del texto.
Así, por ejemplo, se dice que “en muchos países de América Latina la revolución
es hoy inevitable”. Y este diagnóstico se funda en el juego de cuatro factores:
“las espantosas condiciones de explotación en que vive el hombre americano, el
desarrollo de la conciencia revolucionaria de las masas, la crisis mundial del
imperialismo y el movimiento universal de lucha de los pueblos subyugados”. Hay
que aclarar, sin embargo, que allí no se decía que la revolución fuera
inevitable en todos los países sino en muchos, lo cual fue así sólo en algunos
casos. El golpe militar en Brasil, en 1964, tuvo una naturaleza preventiva ante
el creciente desborde popular que atribulaba a la derecha brasileña y sus socios
imperialistas. En la Argentina en 1966 y sobre todo en 1976, con el terrorismo
de estado, se procuró poner coto a una situación en donde la movilización
popular combinada, en la década de los setenta, con el auge de una guerrilla
urbana, ponía en jaque, pese a su inorganicidad, los fundamentos del orden
burgués. Pero en otras latitudes la situación adquiría tonalidades más
definidas. La tentativa revolucionaria liderada por Francisco Caamaño Deñó en
República Dominicana, en 1965, fue derrotada por obra y gracia del baño de
sangre generado por la invasión norteamericana, en una típica maniobra
imperialista que implicó el desembarco de unos cuarenta mil marines para
restaurar el orden subvertido por los revolucionarios dominicanos. En Chile
llegaba al poder, en 1970, el gobierno de la Unidad Popular, con Salvador
Allende a la cabeza. Y esto representaba una canalización por las vías de la
institucionalidad burguesa del ascenso impresionante de la lucha de masas que si
bien no llegó a concretarse en el formato clásico de una revolución contenía un
potencial que no pasó desapercibido por la Casa Blanca, que de inmediato ordenó
la puesta en marcha de un programa de desestabilización que culminaría, en 1973,
con el sangriento golpe militar de Pinochet. Poco después, el ascenso del
movimiento social y los avances de la lucha armada provocaría, en 1979, la
derrota militar y política de una de las dictaduras más tenebrosas de América
Latina, la de Anastasio Somoza hijo, en Nicaragua, mientras que en El Salvador y
Guatemala la situación no pintaba con colores más optimistas para las clases
dominantes. En otras latitudes, mientras tanto, procesos similares confirmaban
de cierta manera las previsiones de la Segunda Declaración. Mencionemos apenas
los más importantes: el Mayo francés de 1968, el “otoño caliente” italiano en
1969 y la frustrada “revolución de los claveles” que, en 1974 puso fin a la
dictadura fascista de Oliveira Salazar en Portugal. Por otra parte, y ya en
Medio Oriente, en 1979 la irrupción de las masas iraníes daba lugar, mediante
una inesperada combinación con el fundamentalismo chiíta, al destronamiento de
uno de los baluartes del imperialismo en la zona, tal vez su gendarme mejor
armado y entrenado: el Shá de Irán.
Pero si el pronóstico contenía ciertos elementos
excesivamente optimistas, no lo era a la hora de advertir sobre los peligros que
se cernían sobre nuestra región. En efecto, el documento señala con acierto que
la “intervención del gobierno de los Estados Unidos en la política interna de
los países de América Latina ha ido siendo cada vez más abierta y desenfrenada”,
cosa que efectivamente ha acontecido. Y también la asiste la razón cuando se
afirma que “la Junta Interamericana de Defensa [...] ha sido y es el nido donde
se incuban los oficiales más reaccionarios y pro yanquis de los ejércitos
latinoamericanos, utilizados después como instrumentos golpistas al servicio de
los monopolios”. El papel de las misiones militares norteamericanas asignadas en
nuestras capitales, el de los cursos de actualización organizados principalmente
en la Zona del Canal de Panamá y sus similares organizados por la CIA son
adecuadamente descriptos en el documento, y el veredicto de la historia en los
años subsiguientes no puede menos que concederle la razón. Esos instrumentos
actuaron tal cual se pronosticara en 1962, como lo atestigua hasta las náuseas
la triste galería de los dictadores que asolaron América Latina durante
décadas.
¿Era razonable esperar algo de la Alianza para el Progreso? La Declaración insiste en señalar el carácter ilusorio de la ayuda prometida, habida cuenta la historia del imperialismo en esta parte del mundo y sus intereses actuales. Además, no deja de apuntar a un fenómeno muy importante como el fracaso moral de sus agentes en la Conferencia de Punta del Este. Poco podía esperarse de quienes debieron urdir los más inescrupulosos argumentos y apelar a una descarada compra de votos para prevalecer en el cónclave. Su inmoralidad era una lápida que sepultaba, para siempre, la verosimilitud de sus altruistas promesas. En Punta del Este, dice el documento, se libró una gran batalla ideológica entre el imperialismo y la Revolución Cubana, el primero representando a los monopolios, el intervencionismo, el capital foráneo, el latifundio y la ignorancia, mientras Cuba representaba a los pueblos, la autodeterminación nacional, la soberanía económica, la reforma agraria y la alfabetización universal, amén de muchas otras cosas.
¿Era razonable esperar algo de la Alianza para el Progreso? La Declaración insiste en señalar el carácter ilusorio de la ayuda prometida, habida cuenta la historia del imperialismo en esta parte del mundo y sus intereses actuales. Además, no deja de apuntar a un fenómeno muy importante como el fracaso moral de sus agentes en la Conferencia de Punta del Este. Poco podía esperarse de quienes debieron urdir los más inescrupulosos argumentos y apelar a una descarada compra de votos para prevalecer en el cónclave. Su inmoralidad era una lápida que sepultaba, para siempre, la verosimilitud de sus altruistas promesas. En Punta del Este, dice el documento, se libró una gran batalla ideológica entre el imperialismo y la Revolución Cubana, el primero representando a los monopolios, el intervencionismo, el capital foráneo, el latifundio y la ignorancia, mientras Cuba representaba a los pueblos, la autodeterminación nacional, la soberanía económica, la reforma agraria y la alfabetización universal, amén de muchas otras cosas.
La Conferencia fue el certificado de defunción
para la OEA, convertida en infame “ministerio de colonias yanquis, una alianza
militar, un aparato de represión contra el movimiento de liberación de los
pueblos latinoamericanos”. Una organización que hacía caso omiso del continuo
hostigamiento a que era sometida Cuba, a los innumerables actos de sabotaje de
todo tipo y los ataques armados contra la revolución. Impasibles e indiferentes
ante la descarada agresión, los ministros de relaciones exteriores de la región
se reunieron en Punta del Este y con la bendición de la OEA expulsan a la
víctima sin siquiera amonestar verbalmente a los agresores. Mientras que “los
Estados Unidos tiene pactos militares con países de todos los continentes, [...]
con cuanto gobierno fascista, militarista y reaccionario haya en el mundo, la
OTAN, la SEATO, y la CENTO, a los cuales hay que agregar ahora la OEA [...] los
cancilleres expulsan a Cuba, que no tiene pactos militares con ningún país. Así,
el gobierno que organiza la subversión en todo el mundo y forma alianzas
militares en cuatro continentes, hace expulsar a Cuba, acusándola nada menos que
de subversión y de vinculaciones extracontinentales”. Una vez más, el veredicto
inapelable de la historia le otorga toda la razón a la Segunda Declaración de La
Habana. ¿Cambió en algo la política del imperialismo?
¿Qué es lo que no se le perdona a Cuba? ¿Por qué
se la acusa de “subversiva”? El documento elabora algunos argumentos más
específicos: porque hizo realidad el reparto agrario, acabó con el
analfabetismo, expandió los servicios médicos, nacionalizó a los monopolios,
armó al pueblo, recuperó la soberanía nacional y concretó reivindicaciones
largamente sentidas por los cubanos. Frente a esto, ¿qué podía ofrecer el
imperialismo? ¿Qué podían esperar los pobres, los indios, los negros y los
campesinos del imperialismo, si este era la causa principal de sus pesares? El
texto se interroga, por ejemplo, en qué “alianza […] van a creer estas razas
indígenas, apaleadas por siglos, muertas a tiros para ocupar sus tierras,
muertas a palos por miles por no trabajar más rápido?”. ¿Y al negro? ¿Qué le
pueden ofrecer quienes en su propio país practican el más desenfrenado racismo,
impidiendo que compartan siquiera un autobús con los blancos, para no mencionar
la segregación en escuelas y hospitales? El análisis aquí se extiende
meticulosamente, demostrando la incongruencia entre las promesas imperialistas y
su registro histórico. Este balance, que por momentos adquiere una contundencia
abrumadora, culmina con un verdadero final wagneriano, cuando afirma que “en
este continente de semicolonias, mueren de hambre, de enfermedades curables o
vejez prematura, alrededor de 4 personas por minuto, de 5.500 al día [...]. Las
dos terceras partes de la población latinoamericana viven poco, y vive bajo la
permanente amenaza de muerte [...]. Mientras tanto, de América Latina fluye
hacia los Estados Unidos un torrente continuo de dinero: unos 4.000 dólares por
minuto, cinco millones por día [...] Por cada 1.000 dólares que se nos van, nos
queda un muerto [...] ¡Ese es el precio de lo que se llama imperialismo!”.
Para desgracia de nuestros pueblos, este cuadro
siniestro no ha hecho sino agravarse desde su formulación original en 1962. Han
pasado, desde entonces, la Alianza para el Progreso, la “década del desarrollo”
y, de manera cada vez más acentuada, las políticas ortodoxas, neoliberales, del
Consenso de Washington con los resultados que están a la vista y que eximen de
mayores comentarios. La justeza del análisis contenido en la Segunda
Declaración, que en su tiempo no poca gente descalificó, acusándola de ser la
expresión resentida de la “derrota” sufrida en Punta del Este, se potencia
cuando se examinan algunas de sus previsiones. Una de ellas, la que anticipaba
que “los Estados Unidos preparan a la América un drama sangriento” se convirtió
en lacerante realidad al poco tiempo, cuando nuestra región se convertiría en un
conglomerado de regímenes militares que hicieron del terrorismo de estado su
principio constitutivo. Los asesinatos, desapariciones, secuestro de personas,
robo de niños, saqueos de hogares de las víctimas, torturas, violaciones y
campos de exterminio se convirtieron en prácticas cotidianas, contando para ello
con la justificación de la Doctrina de la Seguridad Nacional elaborada por el
Pentágono y otras agencias del gobierno norteamericano. Estas, además,
colaboraron abiertamente en feroz labor represiva, desde el entrenamiento de sus
secuaces en algunas de las bases militares del Comando Sur, donde se instruía a
los verdugos en las más recientes técnicas de la tortura, hasta el suministro de
armas, equipos, cobertura internacional y dinero para llevar a la práctica el
llamado “combate a la subversión”.
Perspectivas de la revolución
socialista
Las últimas páginas de la Declaración culminan
con un llamado a la revolución. El diagnóstico ha sido lo suficientemente
elocuente y preciso como para desalentar cualquier expectativa en relación a la
posibilidad de que el capitalismo produzca otros frutos distintos a los ya
conocidos. Si bien en el texto no se descartan que se pudieran producir algunos
avances políticos en el marco de las instituciones establecidas, se señala
explícitamente que la situación de nuestros países sólo por excepción ofrecería
tales posibilidades. En cambio, se nos dice, “donde están cerrados los caminos
de los pueblos, donde la represión de los obreros y campesinos es feroz, donde
es más fuerte el dominio de los monopolios yanquis, [...] no es justo ni
correcto entretener a los pueblos con la vana y acomodaticia ilusión de
arrancar, por vías legales que ni existen ni existirán, a las clases dominantes
[...] un poder que los monopolios y las oligarquías defenderán a sangre y fuego
con la fuerza de sus policías y de sus ejércitos”.
La afirmación es de una contundencia
extraordinaria, dotada del rigor de un silogismo inapelable. La cuestión central
es, por supuesto, la caracterización, en cada coyuntura particular, de las
condiciones políticas imperantes y, más particularmente, la existencia o no de
caminos abiertos o cerrados a las aspiraciones de los pueblos. El liberalismo y,
en general, todas las variantes del posmodernismo, sea de origen socialista o
no, coinciden en las ilimitadas posibilidades que, siempre y en todo lugar,
ofrecería el capitalismo contemporáneo. Los primeros por una convicción
tradicional y los segundos, los posmodernistas, por su reciente capitulación,
por su “conversión” a la ideología dominante. En virtud de ello hay quienes
–como Chantal Mouffe, Ernesto Laclau y Ludolfo Paramio, para citar apenas
algunos de los más conocidos– proponen “profundizar la democracia”, obviando el
hecho de que el capitalismo impone límites infranqueables a la expansión de la
democracia, tanto en sus aspectos formales como en los contenidos sustantivos de
la misma. Postulan, por ello, una suerte de “democratización de la democracia
capitalista”, lo cual equivaldría en la geometría a descubrir la cuadratura del
círculo. Porque, en realidad, no existe la democracia capitalista, o burguesa.
Lo que hay, en algunos países, es un capitalismo democrático, algo enteramente
distinto a lo anterior. Porque si la expresión “democracia capitalista” asume
que lo sustantivo es la democracia y que los rasgos capitalistas son apenas un
aditamento fácilmente removible, con la frase “capitalismo democrático” se está
señalando que, en la experiencia concreta de las democracias “realmente
existentes”, lo sustancial es el capitalismo mientras que lo democrático es una
incrustación producida por las luchas populares a lo largo de los siglos e
impuesta por la fuerza a la dominación burguesa[4].
La Segunda Declaración de La Habana plantea pues
un tema de excepcional importancia, que exige un examen detallado de cada
situación. No está demás recordar en estas páginas la famosa sentencia de Lenin,
cuando decía que “el marxismo es el análisis concreto de una situación
concreta”. En efecto, sólo un análisis concreto de cada coyuntura particular
puede determinar la existencia o no de vías por las cuales avanzar, y hasta
dónde se puede llegar por ese camino. En la caracterización que la Declaración
hacía de la coyuntura latinoamericana a comienzos de los sesenta se establecía
cuidadosamente, como una cláusula inicial, la necesidad de distinguir
situaciones que pese a no ser nombradas se perfilan con nitidez en los silencios
del texto. Por una parte, aquellas que demostraban concluyentemente que los
caminos populares estaban cerrados, y que constituían por así decirlo la norma
predominante en la región. Pero había otras situaciones, entre las cuales
sobresalían Chile y México, que representaban un caso marginal en donde tal vez
podrían esperarse ciertos progresos significativos trabajando en el marco de una
institucionalidad burguesa pero profundamente modificada por la eficacia de
largos años de luchas populares. Se planteaba así el dilema de “reforma o
revolución”. El texto se decide por la segunda, porque no ve demasiadas
posibilidades a la primera, salvo en situaciones muy pero muy especiales. Y, una
vez más, el veredicto de la historia parece asignarle la razón. Porque, la vía
reformista, ensayada principalmente en el Chile de Salvador Allende, terminó con
un baño de sangre y la entronización de una de las más salvajes dictaduras
conocidas en América Latina. Otros ensayos, más heterodoxos, también fueron
ahogados en su cuna. Por ejemplo, la tentativa presidida por el General Juan
José Torres en Bolivia a comienzos de los años setenta. Pero lo cierto es que la
vía revolucionaria tampoco llegó a triunfar. Ya nos hemos referido al caso de la
República Dominicana, proyecto trágicamente frustrado y que culminó con la
ocupación militar de la isla por parte de las tropas norteamericanas. La
revolución también tuvo su oportunidad en Nicaragua, pero fue tronchada de raíz
ante la reiteración de la más absoluta determinación del imperialismo en
impedir, a cualquier precio, la consolidación del sandinismo y el triunfo de la
revolución. La tuvo también en El Salvador, donde el Frente Farabundo Martí de
Liberación Nacional debió luchar, al igual que los sandinistas, no sólo contra
las clases dominantes locales sino también en contra de la formidable
resistencia que le oponía la mayor superpotencia jamás aparecida en la historia
de la humanidad, los Estados Unidos.
Las lecciones que podemos sacar de esta historia
es que, en nuestro continente, las reformas son sofocadas con toda la fuerza de
la contrarrevolución y con la omnipresente colaboración del imperialismo. Que
las más tímidas expresiones de reformismo ensayadas por algunos gobiernos de la
región fueron agredidas con sanguinaria ferocidad por los elementos
conservadores de nuestras sociedades. ¿Cuáles son los caminos que hoy se
encuentran abiertos en América Latina, y especialmente en la Argentina? Han
pasado más de cuarenta años desde que se diera a luz el descarnado diagnóstico
que hiciera la Segunda Declaración. ¿Cómo avanzar en un proyecto encaminado a
lograr la abolición de toda forma de explotación del hombre por el hombre? ¿Cómo
avanzar hacia una nueva sociedad, emancipada de todas las lacras que a lo largo
de los siglos produjera el capitalismo?
Obviamente que la Declaración no puede dar respuesta a este tipo de interrogantes en relación a cada país y cada situación en particular. Pero ofrece una guía muy sugerente, de especial relevancia para los argentinos, habida cuenta de nuestra secular incapacidad de construir una alternativa progresista capaz de poner fin a la disolución nacional. Y esa guía es un llamamiento enérgico a la unidad de todos quienes luchan por una sociedad mejor. Así, se nos dice que “el divisionismo, producto de toda clase de ideas falsas y mentiras; el sectarismo, el dogmatismo, la falta de amplitud para analizar el papel que corresponde a cada capa social, a sus partidos, organizaciones y dirigentes, dificultan la unidad de acción imprescindible entre las fuerzas democráticas y progresistas de nuestros pueblos”. Unidad de acción que no hemos podido construir y que se manifestó, en toda su insensatez, en las elecciones presidenciales de 2003, cuando el país reclamaba a gritos una alternativa ante el continuismo de las fórmulas políticas tradicionales y el campo progresista se fragmentó en mil pedazos, como un espejo roto que, en su desintegración reflejaba la tragedia de nuestra propia decadencia como nación. Y prosigue la Segunda Declaración diciendo que “en la lucha antiimperialista [...] es posible vertebrar la inmensa mayoría del pueblo tras metas de liberación [...] En ese amplio movimiento pueden y deben luchar juntos por el bien de sus naciones, por el bien de sus pueblos y por el bien de América, desde el viejo militante marxista hasta el católico sincero que no tenga nada que ver con los monopolios yanquis y los señores feudales de la tierra”. Ojalá que la publicación de este luminoso documento, producto de una extraordinaria dirigencia política que supo aunar su lucidez para analizar lo existente con una gran dosis de coraje y vocación utópica para transformarlo, sirva para estimular un debate más que nunca necesario en nuestros países y para la elaboración de políticas de izquierda capaces de poner fin al holocausto social que se ha abatido sobre nuestra América.
Obviamente que la Declaración no puede dar respuesta a este tipo de interrogantes en relación a cada país y cada situación en particular. Pero ofrece una guía muy sugerente, de especial relevancia para los argentinos, habida cuenta de nuestra secular incapacidad de construir una alternativa progresista capaz de poner fin a la disolución nacional. Y esa guía es un llamamiento enérgico a la unidad de todos quienes luchan por una sociedad mejor. Así, se nos dice que “el divisionismo, producto de toda clase de ideas falsas y mentiras; el sectarismo, el dogmatismo, la falta de amplitud para analizar el papel que corresponde a cada capa social, a sus partidos, organizaciones y dirigentes, dificultan la unidad de acción imprescindible entre las fuerzas democráticas y progresistas de nuestros pueblos”. Unidad de acción que no hemos podido construir y que se manifestó, en toda su insensatez, en las elecciones presidenciales de 2003, cuando el país reclamaba a gritos una alternativa ante el continuismo de las fórmulas políticas tradicionales y el campo progresista se fragmentó en mil pedazos, como un espejo roto que, en su desintegración reflejaba la tragedia de nuestra propia decadencia como nación. Y prosigue la Segunda Declaración diciendo que “en la lucha antiimperialista [...] es posible vertebrar la inmensa mayoría del pueblo tras metas de liberación [...] En ese amplio movimiento pueden y deben luchar juntos por el bien de sus naciones, por el bien de sus pueblos y por el bien de América, desde el viejo militante marxista hasta el católico sincero que no tenga nada que ver con los monopolios yanquis y los señores feudales de la tierra”. Ojalá que la publicación de este luminoso documento, producto de una extraordinaria dirigencia política que supo aunar su lucidez para analizar lo existente con una gran dosis de coraje y vocación utópica para transformarlo, sirva para estimular un debate más que nunca necesario en nuestros países y para la elaboración de políticas de izquierda capaces de poner fin al holocausto social que se ha abatido sobre nuestra América.
[1] Este texto es el “Prólogo” al libro Primera y
Segunda Declaración de La Habana (Buenos Aires: Ediciones Nuestra América,
2003).
[2] Hemos examinado críticamente la teorización de Michael Hardt y Antonio Negri en nuestro Imperio & Imperialismo (Buenos Aires: CLACSO, 2002).
[3] Roberto Fernández Retamar, Todo Caliban (La Habana: Casa de las Américas, 2001).
[4] Hemos examinado este asunto in extenso en nuestro Tras el Búho de Minerva. Mercado contra democracia en el capitalismo de fin de siglo (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000) y en Estado, Capitalismo y Democracia en América Latina (Buenos Aires: CLACSO, 2003).
[2] Hemos examinado críticamente la teorización de Michael Hardt y Antonio Negri en nuestro Imperio & Imperialismo (Buenos Aires: CLACSO, 2002).
[3] Roberto Fernández Retamar, Todo Caliban (La Habana: Casa de las Américas, 2001).
[4] Hemos examinado este asunto in extenso en nuestro Tras el Búho de Minerva. Mercado contra democracia en el capitalismo de fin de siglo (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000) y en Estado, Capitalismo y Democracia en América Latina (Buenos Aires: CLACSO, 2003).
(Tomado del blog de Atilio Borón)
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